lunes, 20 de febrero de 2017

66 versos en la ciudad sitiada (Rikardo Arregi)


66 VERSOS EN LA CIUDAD SITIADA
(UN POEMA DE RIKARDO ARREGI)

Cuando atravieso sin prisa las calles y plazas de Gasteiz
yendo, como cada día, camino del trabajo o a ver a los amigos,
pienso, sobresaltado de repente,
que hacer esto mismo allí
resulta ciertamente peligroso muchos días,
y con la vista hacia lo alto de las casas calculo,
la mirada fría y el ánimo en suspenso,
qué lugar elegiría el francotirador,
por dónde llegará la bala
que tornará mi cabeza en flor negra de sangre,
porque esa plaza demasiado ancha resulta sospechosa. Esa calle.
El parque rodeado de edificios altos.

He oído que en los parques de Sarajevo
ya no hay árboles,
porque los habitantes los han cortado para calentar sus casas,
y pienso, sobresaltado de repente,
que no tengo en mi casa un lugar apropiado para hacer fuego.
Mi calle además está llena de edificios oficiales,
y dado que las oficinas gubernamentales suelen ser importantes
en tiempo de guerra,
pienso, sobresaltado de repente,
que quizá mi calle se haya convertido en zona de conflicto
y puede que esté ya destruida
mi casa en Sarajevo.

¿Cómo se las arregla el que soy yo en Sarajevo?
¿Va aún a trabajar, por ejemplo? ¿O acaso
hace tiempo ya que todas esas vulgares costumbres desaparecieron?
Y pienso, sobresaltado de repente,
que seguramente las escuelas estarán cerradas,
y que la mía, además, está al otro lado del ferrocarril, cerca de estación,
y que los ferrocarriles y estaciones son, al parecer, cosas que se deben controlar
en tiempo de guerra.

Aguardar largo tiempo cartas que no llegan
y poder escribir otras nuevas.

¿Cómo hago la compra en Sarajevo?
Desde que un kilo de patatas cuesta diez marcos
me paso horas haciendo sumas y restas
pero los resultados siempre tienen hambre.
Y pienso, sobresaltado de repente,
que el hambre, el frío, el terror, las colas, la mala suerte
son costumbres demasiado vulgares
en tiempo de guerra.

La ciudad está ya dividida,
son heridas las fronteras interiores
y esa sangre no es una metáfora,
más allá de las vías los enemigos amigos,
a este lado del puente los amigos enemigos.
¿De qué suerte me he adaptado a la situación que me ha tocado en suerte?

Y pienso, sobresaltado de repente,
que mi madre vive en el Oeste y yo en el centro
y que los dos barrios, también el de mi hermano, pueden estar más alejados
en tiempo de guerra,
y que tales divisiones son imprevistas, y crueles,
si estoy aquí es porque esa noche me quedé a cenar en tu casa.

No faltan en los alrededores de Gasteiz
lugares apropiados para situar la artillería;
quizá Zaldiaran o los montes de Vitoria
no sean tan espectaculares como el monte Ilidza,
pero las bombas lanzadas desde allí pueden hacer un buen trabajo.
Y después echarse a andar carretera adelante, con el equipaje a cuestas,
ciudadanos sin ciudad,
si es verano bajo el bochorno, si es invierno sobre el hielo,
perdidos por caminos que no llevan a ningún lado,
en busca de un amparo que no existe en ningún lugar.
La cuestión es seguir vivo hasta que se firmen los acuerdos de paz.
Que no escriba otro 6 el diablo.

lunes, 13 de febrero de 2017

Una mezcla de imaginación y Kintsugi


Jesús Jiménez Domínguez (Zaragoza, 1970) es autor de los libros de poemas Diario de la anemia y Fermentaciones (Olifante, 2000), Fundido en negro (DVD Ediciones, 2007, premio Hermanos Argensola), Frecuencias (Visor, 2012, premio Ciudad de Burgos) y Contra las cosas redondas (La Bella Varsovia, 2016), libro del que vamos a hablar hoy. Además de haber sido incluido en numerosas antologías, sus poemas han sido traducidos a idiomas como el portugués, griego, armenio, rumano, búlgaro, croata, inglés, árabe y gallego.

Contra las cosas redondas está compuesto por treinta y cinco poemas, agrupados en cinco secciones. La primera de ellas, «Ante», se abre con el poema «Credenciales», en el cual, a modo de presentación, Jiménez Domínguez se sitúa frente a la ventana, lugar que le corresponde al poeta, y comienza con su observación:

«Me gusta, cada mañana, abrir la ventana de par
en par como una postal hecha de papel de arroz.
Bajar al mundo y hallar que todo está en su sitio:
la invitación de los caminos, el verde de los semáforos,
el escarabajo que hace rodar el sol por la montaña,
la fruta dentro de sus fundas nuevas, en todas partes la luz.

[…]»
O como bien dice en «Café solo»:

«Dios hizo el mundo y lo hizo con premura,
pero los poetas, sin moverse de sus casas,
inflamados, coronados por lenguas de fuego,
tiritando de soledad y de frío en la madrugada,
lo mantienen en continuo funcionamiento.
[…]»
Como bien indican sus poemas, Jesús Jiménez Domínguez es un observador que no teme intervenir, un hacedor, un inventor, coge la luz, los animales, los árboles y con ello crea una realidad alternativa y la desenvuelve en una épica de la imaginación (no sé si esta expresión tiene algún sentido, pero la compro), y es que el poeta recoge la realidad para romperla y recomponerla con la masa de las imágenes imprevistas, uniendo referentes lejanos y generando un impacto profundo en el lector, como se va demostrando cada vez más a medida que avanza el libro.

En la segunda parte, titulada «Cabe», el poeta se acerca a la muerte y al paso de tiempo. A la primera la contrapone a un juego de niños:

«Nos gustaba jugar dentro del viejo coche fúnebre,
un Renault Caronte del año sesenta y tres.
Su triste figura bajo el cielo inclemente,
su chapa negra picoteada por el sol y los pájaros,
sus ruedas llenas de algas y de caracoles
de tanto viajar por los cinco ríos del Hades.
[…]»
Y al acercarse al tiempo, se acerca a la historia, a sus poetas, y también a su poesía:

«[…]
La Joven bibliotecaria, muerta de aburrimiento,
se distrae haciendo girar en los números del fechador.
Hay tanta vitalidad en el más inocente de sus gestos
es tan larga la línea del amor en la palma de su mano,
que acaso su pequeña máquina del tiempo
podría accidentalmente resucitarnos:
a la pálida poesía, a ella misma y a mí».
 

Vemos en todo el libro a un poeta meticuloso, minucioso, preciso y con un dominio total de la técnica. Se adentra en los detalles, los pervierte y de esa perversión obtiene las imágenes potentes que van llenando «sus visiones». Pienso en el Kintsugi, ese arte japonés que consiste en recomponer cerámicas rotas uniendo sus piezas con una pasta de oro. Digamos (perdón por esto) que los poemas de Jesús Jiménez Domínguez son un poco así, la búsqueda (y el encuentro) de una estética extraordinaria sobre un relato aparentemente cotidiano.

En la tercera parte, «Cabe», encontramos que el poeta trata constantemente de trascender la realidad, de ver más allá. En este ejercicio de profundidad horizontal me recuerda en algunos casos a Roberto Juarroz (en otro plano, algo menos metafísico y existencial), quien en alguno de sus poemas se preguntaba cómo hacer un ramo con la rosa del cuadro, la rosa del libro y la rosa del jarrón. Pienso en él al leer «Bodegón», en el que Jiménez Domínguez, observando, efectivamente, un bodegón, se pregunta:

«[…]
¿Qué sucederá cuando los cubiertos caigan
al suelo con su blanco relámpago de metal,
cuando la fruta eche a rodar atravesando los siglos
hasta este instante que ya no es tuyo ni mío,
cuando la leche se derrame —pálida y fría—
borrándolo súbita, desesperadamente todo?»
Justo a continuación tenemos un ejemplo perfecto de cómo funciona esta épica de la imaginación (perdonadme de nuevo, perdonadme siempre) de la que hablaba, y de cómo acaba por conformar un relato en cierto modo fantástico a partir de un cuadro (mostrado a continuación):

«Es tan afilado el bisturí del doctor Tulp que, además del cadáver, ha diseccionado por error también esta parte del cuadro.
Entre los tendones del brazo sin vida brotan algunas hilachas de lienzo que el maestro cirujano —pese al manual de Vesalio De Humani Corporis Fabrica— no sabe a ciencia cierta identificar. Por si fuera poco, junto a las venas rojas del sistema sanguíneo, asoman los cables verdes y amarillos del sistema de seguridad.
[…]»
Tulp Poesía Literarura 

En la cuarta parte, «Con», Jiménez Domínguez vuelve la vista hacia sí mismo, deja por un momento la ventana (aunque la mira de reojo, la comprueba, como hace también con el álbum de fotos familiar) y observa, entre otras cosas, su «Cuerpo»:

«En esta bolsa de viaje, madre, guardaste
lo necesario: una mente, un estómago y un sexo.
Nervios y bronquios. Riñones: dos por si acaso.
Con unas pinzas de cocina, del más grande
al más pequeño, fuiste introduciendo los huesos.
Para que no se soltaran y golpearan en las vueltas
del camino los anudaste con tendones y venas,
los envolviste primorosamente de tejidos y músculos.
Terminada la tarea, dejaste un corazón
al cuidado de todo: esta es mi herencia, hijo,
no la derroches; aunque escasa, habrá de bastarte.

[…]»
En la última parte, «Contra», nos encontramos el poema que da nombre al libro «Contra las cosas redondas»:

«Amamos las cosas redondas pensando
que han de ser eternas y amables y perfectas:
el pomelo bajo el rotundo sol de agosto,
la pulsera que orbita alrededor del pulso,
la moneda con dos caras y ninguna cruz,
el balón de playa en cuyo interior aún se respira
un paciente aire de mil novecientos ochenta y dos.
[…]»
Pero también varios poemas turísticos, un par de ellos dedicados a Roma, otro a Oporto, y también un poema, el final, dedicado a los grillos (y a Dios, su creador):

«[…]
Tocad, tocad, les grito bajo las estrellas
y las ruedas dentadas del oscuro engranaje.
Mostradnos ya la partitura de todo esto.
Interpretad la banda sonora original
que se os confió en el inicio de los tiempos
y solo así podremos bajar el telón,
solo así conseguiremos dormir.
[…]»
Contra las cosas redondas es, aunque le pese al autor (que no lo creo, claro), un libro redondo y rotundo, también amable, muy bien escrito, divertido y sorprendente. Quizá llamar épica de la imaginación a lo que hace Jesús Jimenez Domínguez no sea acertado y sea un exceso mío, vosotros diréis, pero yo me quedo con eso, con ese chorro de imágenes fantásticas, con esa realidad retorcida que los lectores, inocentes, no podemos más que admirar con sorpresa y fascinación.

DIEGO ÁLVAREZ MIGUEL
revista Oculta, 02-02-2017

lunes, 6 de febrero de 2017

Preposiciones


PREPOSICIONES
 
   La década que inauguró este tiempo digital ha emplazado en sitio visible a una generación de voces emergentes que llega al espacio poético sin quiebras ni estridencias, con el paso de un quehacer que busca con firmeza un lugar propio. A esa foto de grupo pertenece Jesús Jiménez Domínguez (Zaragoza, 1970), autor de los poemarios Fundido en negro, carta de presentación reconocida con el Premio Hermanos Argensola, y Frecuencias, que consiguió en 2011 el Premio Ciudad de Burgos. Ambas entregas consolidan una creación seleccionada en varias antologías nacionales y muestran el trazado natural de una senda que ahora completa Contra las cosas redondas.
 
   Jesús Jiménez Domínguez sorprende al lector con una sugerente organización preposicional. Los nexos “Ante”, “Cabe” “Bajo”… sirven como etiquetas de los apartados, precisan la íntima cartografía del sujeto verbal y sus desplegadas conexiones con el entorno. Se elige la voz directa del sujeto implicado al enumerar las propias credenciales: “Me gusta, cada mañana, abrir la ventana de par / en par como una postal hecha de papel de arroz./ Bajar al mundo y hallar que todo está en su sitio: / la invitación de los caminos, el verdor de los semáforos, / el escarabajo que hace rodar el sol por la montaña, / la fruta dentro de sus fundas nuevas, en todas partes la luz.“
   Los versos iniciales trasmiten un tono de celebración vital, expresado por medio de imágenes de claridad y amanecida; el despertar en una ventana de descubrimientos que renueva la voluntad vital y el afán de vivir. Casi sobrevuela la idea guilleniana de un universo pleno de arquitectura y simetrías, aunque Jesús Jiménez Domínguez despoja esa sensación de aspiraciones trascendentes. En cambio, sí se hace modelo para la voluntad de ser del poeta y para que el canto verbal se convierta en una disposición afectiva y testimonial sobre la realidad. Leemos en “Café solo”: “Dios hizo el mundo y lo hizo con premura, / pero los poetas, sin moverse de sus casas/ inflamados, coronados por lenguas de fuego, / gritando de soledad y frío en la madrugada / lo mantienen en funcionamiento“. Así se escribe una nueva poética que justifica la terquedad insomne de los versos entre la épica y la ironía. 
 
   La meditación sobre el trayecto diario ofrece un balance de gestos olvidados; de ese ideario participa el poema “Rimbaud regresa a casa”. Quien retorna al pasado no es el protagonista de ninguna hazaña sino el portador de un colmado equipaje hecho de cansancio y desaliento. Al cabo, en la consumación de lo cotidiano nada sucede, salvo lo contingente. Todo parece inmerso en la quietud de una larga espera, como si fuese inminente un cambio, una mudanza, que está ahí, inadvertida, bajo el amparo del silencio.
 
   El campo visual despliega situaciones y formas, asimetrías y cosas redondas, y ellas son los elementos que acuden al poema, como si las palabras pretendiesen descubrir el orden natural que oculta su epidermis, como si la poesía fuese capaz de convertir en sedimento perdurable el vitalismo ensimismado del tiempo.
 
 JOSÉ LUIS MORANTE
10/01/2017